Pasa por la calle cortando alientos y marcando las notas de cualquier corazón que se le cruce entre ojo por ojo. Deposita a su paso el aroma del sexo con el cuidado con el que un león – diente por diente – caza a su presa y castiga al aire con el movimiento de sus manos, dos barcos navegándolo preparados para hundir cualquier mar de lágrimas ajenas.
Todos ciegos.
Truena en pleno otoño, su piel blanca. Qué difícil debe ser pasar desapercibido bailando la lluvia tan bien.
Le persiguen las hojas muertas y enseñan con orgullo las heridas que les ha provocado. Apacigua al tiempo y le calma hasta dejarle en punto muerto a su alrededor. No pasa nada más tras-pasar él. Mira al suelo como si hubiera creado el mundo y estuviera cansado de habitarlo o como si esperar algo, se redujera a un semáforo en rojo.
Lo cruza con el cuidado del daltónico.