Liberarte de los tapujos ubicuos. Abandonar en la carne la monserga racional. Sonreírte, sonreírte cada vez más fuerte. Cerúleo estaba el cielo, glaucos tus ojos, coloradas tus mejillas. Recuerdo cuando metaforizábamos sin ni siquiera tener idea de hacerlo. Siempre sonaban los mismos acordes. ¿Recuerdas cuando la multitud era chusma? Hipotecábamos cada sentimiento, apostábamos cada palabra, éramos dioses de todo, reyes de la nada, maestros de la ignorancia. ¿Qué éramos, lo recuerdas? Sentados en aquella calle en la que tus ojos leían mi alma y tus labios envenenaban mi entereza pasamos los mejores segundos de nuestra vida. No queda nada. Y si queda, que se esfume como el humo de tu cigarro. Adiós, si aún lees esto.